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Espacio en blanco

  • Cecilia Facal
  • 3 feb 2016
  • 4 Min. de lectura

Habla de ella con pasión, pero con calma. No busca convertir a los infieles, simplemente nos hace saber que se enamoró de la Antártida.

Diego Punta Fernández, naturalista, ornitólogo, fotógrafo, editor, guía de turismo: nuestro vecino, quien en los meses de verano visita los hielos polares a bordo de los cruceros turísticos tal vez más exclusivos del mundo para mostrar a los viajeros afortunados el por qué de tanto entusiasmo.

“No me canso de la Antártida porque todo el tiempo cambia. El ambiente, el paisaje, los bichos… En noviembre hay mucha nieve y las aves están empollando los huevos; en diciembre, los pichones están recién nacidos; en enero, corretean por todos lados y a fin de febrero, no queda nada. Se fueron todos. Quedan solo los que no sobrevivirán. Hay situaciones que te dan pena, pero es parte de la dinámica del lugar. Todas las especies tienen pichones que alimentar: cuando los skúas cazan una cría de pingüino, lo hacen frente a la atenta mirada de 45 turistas que lloran, gritan, algunos lanzan bolas de nieve… La respuesta es no hacer nada, hay que respetar la naturaleza. Estamos allí para interpretar lo que pasa, observar y aprender cómo sucede”.

Existen programas educativos en los barcos, donde el cambio climático es una preocupación que surge permanentemente. En la Antártida se ve que hay cada vez más lugares con vegetación, lo que implica que hubo un cambio en la temperatura. “Muchas veces se vende el turismo de regiones polares como turismo ecológico, pero el impacto ambiental comienza cuando alguien se sube al avión, luego a un barco que consume un galón de combustible por hora por pasajero, 24 horas al día”, reflexiona.

“En las charlas que se dan a bordo intentamos crear ‘embajadores antárticos’. Las personas están de vacaciones, receptivas y con un alto grado de sensibilidad por la impresión profunda que causa el lugar. ¿Cómo aprovechar esto? Transmitir que se pueden hacer muchas cosas para que se preserve tal cual está para las generaciones futuras; desde adoptar conductasde consumo socialmente responsables como también presionar a los legisladores de tu país para que las leyes protejan el ambiente”.

En lo personal, este trabajo representa la concreción de un sueño que empezó a gestarse desde que era muy chico.

“Soñé con ir a la Antártida desde que tenía 10 años. Supongo que me fascinó porque era lo más lejano, lo más inaccesible, lo más extremo. Paisajes y animales que no podría encontrar en otro lado. Cuando tenía 17 años empecé a salir de mochilero con mis amigos. Muchas veces íbamos a Ushuaia desde donde salen los barcos hacia Antártida. En el puerto, ayudábamos a cargar los cajones de verdura para caerles simpáticos y ver si nos subían a bordo. Nunca nos llevaron. Había una oficina antártica que vendía pasajes de último momento a 1500 dólares, un quinto del valor del pasaje normal, pero no podíamos juntar ese dinero ni siquiera entre los diez para que viajara uno solo. En cambio, me compré mi primera guía antártica de una bióloga argentina, Diana Galimberti, para poder viajar allá de alguna manera. Era para lo único que me alcanzaba el dinero”.

El trabajo es duro y sin descanso, apenas unas horas en el puerto cada diez días. La adaptación a la vida en el barco, con una rutina de trabajo de diecisiete horas y nada de espacio o tiempo personales, contrasta con la situación al regreso en el continente.

“Cuando vuelvo a tierra siento una sensación de desamparo. La rutina del barco es siempre la misma, trabajo todo el tiempo, sin un minuto libre, desde las 6 am hasta las 11 pm. No manejo dinero, no hay casi conexión a internet. Durante tres meses sigo este estilo de vida y se postergan muchas cuestiones personales para la vuelta. De pronto, llego a tierra y tengo que cocinar de nuevo, tomar un taxi, un avión, tener dinero en el bolsillo para pagarlos y hacerme cargo de todas las decisiones que había dejado para después. Ahí me quiero embarcar de nuevo…

El lugar es hostil, es agreste, los cruces del Drake pueden ser muy complicados, pero, en un punto, las reglas son muy simples. Hay que sobrevivir y tratar de que la gente lo pase lo mejor posible”.

No resulta fácil poner la vida en pausa y retomarla luego de noventa días. De todos modos, le entusiasma continuar viajando y no piensa que vaya a cansarse. Tal vez, se imagina, encuentre el equilibrio en poder seleccionar cuándo, con quiénes y adónde ir.

Este año fue al Ártico por primera vez. A pesar del desafío de encarar varios aspectos profesionales sin apoyo, ya que era el único ornitólogo a bordo y no contaba con experiencia en el lugar, el balance fue positivo.

“Sin embargo, prefiero la Antártida”, aclara. “Las distancias de observación de los animales es menor. La actitud de las aves es diferente. Los pingüinos, por ejemplo, no están reticentes a la presencia del hombre. Pasado un rato se acostumbran a vos y probablemente se acerquen a picotear tus botas. No tienen miedo. Es totalmente salvaje. En el Ártico, en cambio, hay presencia humana desde hace mucho tiempo”.

Esta preferencia por el ambiente antártico se construye sobre las sensaciones más extremas.

“Cuando estoy allá, me doy cuenta de que era todo lo que soñaba y mucho más. El paisaje es fuerte: hay megamontañas graníticas como el Fitz Roy. Las luces son increíbles, en verano hay casi 24 horas de luz y los matices cambian a cada instante. La Antártida te moviliza todo, todo el tiempo. Es inhóspita, es agreste, un lugar donde –si estás por tu cuenta y no tenés el barco, el Zodiac, la ropa de abrigo– no tenés chance de sobrevivir. Allí, frente a vos, desfilan pequeñas criaturas, como los pingüinos, aparentemente tan frágiles, que van y vienen, tienen sus pichones y están perfectamente adaptados porque ese es su medio.”

“Lo más lindo que tiene, que también sucede cuando guiás acá en El Chaltén, es mirar a través de los ojos de la gente. Es muy movilizador. Hay ciertos lugares icónicos a los que voy cinco veces por temporada. Cada vez es diferente porque el momento de la temporada es distinto, pero además porque vas acompañado por gente que lo está viendo todo por primera vez”.

Nos queda la sensación de que quizás no miramos con suficiente atención el último documental sobre el continente helado y nos da ganas de ir a despedirlo al muelle en el puerto de Ushuaia, a ver si nos lleva…


 
 
 

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