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Opresiones

  • livreditorial
  • 25 nov 2015
  • 3 Min. de lectura

“Porque el ideal de la mujer blanca, seductora pero no puta, bien casada pero no a la sombra, que trabaja pero sin demasiado éxito para no aplastar a su hombre, delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece indefinidamente joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía estética, madre realizada pero no desbordada por los pañales y por las tareas del colegio, buen ama de casa pero no sirvienta, cultivada pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz que nos ponen delante de los ojos, esa a la que deberíamos hacer el esfuerzo de parecernos, aparte del hecho de que parece romperse la crisma por poca cosa, nunca me la he encontrado en ninguna parte. Es posible incluso que no exista.”[1]

Él se despertó, como todas las mañanas, con el llanto del hijo desde el otro cuarto. Su mujer lo miró como diciendo: “¿Cuánto más vas a tardar en ir?” Él se levantó y calmó a su hijo entre los brazos. Le dio su ración y rogó que durmiera un poco más. Tan sólo un poco más. A ella no le gustaba que la despertaran. Si era así, todo el día se volvía gris. Él sabía que ella lo amaba. No podía vivir sin él, lo necesitaba, “necesita un hombre que sea únicamente de ella y que pueda encontrar en su casa en todo momento. Un hombre que se ocupe de ella hasta en los detalles más mínimos”[2]. Él se levantó ese día y se dio cuenta de que lo estaban asfixiando. Poco a poco le sacaban el aire de los pulmones. Es difícil ser cuando te quitan el aliento. Ella, la que lo asfixiaba, era la protagonista de su vida. No era dueño ni del aire que respiraba. Se ahogaba. No lo dejaba decidir. Sus palabras ocupaban el lugar de las suyas propias: no había lugar para decir. Asfixia. Sólo escondido, respiraba. Para hablar tenía que gritar, gritar fuerte hasta que se dignara a callar. Pero no podía: sabía bien lo que se piensa de los hombres que gritan, de su histeria, de su insatisfacción. Entonces eligió callar. Se dedicó todo el día al hogar mientras ella iba a trabajar. Intentaba no olvidar ningún detalle…, cómo le gustaba que estuviera tendida la cama, el orden de la cocina y sus cosas. Se preparó para hacer las compras de siempre. Intentó elegir qué pantalón ponerse, no quería que otra vez la mujer de la verdulería notara su bulto. Si así era, no dejaba de hacer bromas al respecto; eso lo hacía sentir incómodo, vulnerable.

En ese momento, encuentra su mirada en el espejo. Finge no hacer caso, pero hay algo que le dice: “¿qué estás haciendo?” De repente, como si la supuesta inferioridad cultural de su género no fuera cierta, imagina si así se sentirán los negros, que todavía intentan entrar en el mundo de los blancos o los musulmanes en occidente, que deberían dejar de parecer terroristas. ¿Acaso estarán mirándose al espejo para ver de qué manera dejar de ser ellos mismos? ¿De qué manera cumplir su rol–uno impuesto, claro–, pero que a la vez eligen tan sólo para pertenecer al mundo? Los ojos del espejo, ahora llorosos, no aguantan la presión y gritan. Tan fuerte desde el pecho que despiertan todo a su alrededor.

“Hace falta ser idiota, o asquerosamente deshonesto, para pensar que una forma de opresión es insoportable y juzgar que la otra está llena de poesía”[3].

El 25 de Noviembre es el Día Internacional en Contra de la Violencia de Género. Desde la Biblioteca Popular Mujer Pionera se convoca todo el día a participar de las actividades ambulantes y a las 18hs, en el Mástil.

[1]DESPENTES, Virgine. Teoría King Kong. Editorial Melusina. 2007.

[2]Íd.

[3]Íd.


 
 
 

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